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sábado, 20 de febrero de 2016

Desmesura o proporción


  Breaking bad o Le petit Quinquin

No sería yo quien negara a las series televisivas su papel hegemónico en el panorama de la narración audiovisual. Sobre todo si tenemos en cuenta que las generaciones más jóvenes prácticamente sólo ven eso salvo rarísimas excepciones y blockbusters aparte.

Pero, ¿qué tienen las serie que las convierte en un nuevo paradigma narrativo? Pues tienen la posibilidad de crear personajes casi reales, algo que el cine convencional no se ha podido permitir nunca del todo (?) por una simple cuestión de tiempo. Al menos si entramos en terreno comparativo y los vemos desde los éxitos de la contemporaneidad. Ahora nos parece que en dos horas no da tiempo más que para generar un boceto de personaje mejor o peor definido en función de la calidad de guionistas y directores.

En cualquier caso sabemos que la historia nos ha dejado grandes películas que se podían alabar, precisamente, por su habilidad a la hora de caracterizar con precisión ciertos personajes, a veces con unas pequeñas secuencias o incluso con unos simples planos. Un ejercicio que requería inteligencia, sensibilidad y conocimeinto del medio. Así que no está del todo claro que la contención y la síntesis puedan observarse como elementos deficitarios. Otra cosa sería entrar en las ventajas del maximalismo. Que las tiene. Y si no en las ventajas sí al menos en sus potencialidades expresivas.

En una serie pueden configurarse personajes que evolucionen casi al ritmo en que lo hacen los propios espectadores, y eso dota a esos personajes de un realismo inaudito. Debido a los condicionantes impuestos por la comercialidad de las películas cinematográficas los personajes pueden cambiar -en dos horas- su personalidad sólo a base de elipsis que a veces distancian de la credibilidad. No así en las series, que por su carácter distendido pueden jugar a la imprevisibilidad y sobre todo, al giro. Sí, al giro.

Así que volvamos a la pregunta, ¿qué tienen las series televisivas que las convierte en un nuevo exitoso paradigma narrativo? Pues eso, que se pueden permitir en la caracterización de los personajes algo que antes sólo estaba destinado a muy pocos personajes del cine: la ambigüedad; o diría más: la ambigüedad moral, esa, al parecer, con la que se identifican tantos millones de espectadores contemporáneos.
En las narraciones clásicas, salvo muy raras excepciones, los personajes o eran buenos o eran malos. De hecho en eso se basaba el cine ya no clásico sino (ya) tradicional. Ahora, y ante la necesidad de estirar una idea narrativa audiovisual en 20, 30 o 40 horas, surge la necesidad de que los personajes no aburran al espectador. Y para ello nada mejor, al parecer, que dotarlos de una ambigüedad que los humanice. Porque, en efecto, es esa ambigüedad la que consigue esa credibilidad que necesitan los espectadores que buscan rasgos identificatorios en los personajes, supongo que para sentirse m´as apoyados. Los seres humanos, lo vemos diariamente a nuestro alrededor, no son buenos o malos; de hecho, lo vemos en los telediarios, hasta los malos tienen su corazoncito, no hay más que recordar la entrevista al panadero donde ese secuestrador de niños compraba el pan todos los días. Así el panadero, “era un tipo encantador que siempre tenía una palabra amable con nosotras”, o el de la vecina de escalera, “era un tipo algo tímido pero sumamente cortés… y muy pendiente de ayudar en lo que pudiera”. No haría falta acudir al límite -del asesinato, etc.- para hacernos entender, bastaría sólo con que un personaje fuera capaz de alternar las buenas acciones con las malas. Ahí ya podríamos tener la base de una serie con posibilidades de éxito. La doble moral está de moda, lo siento.

Pues bien, ahí radica el éxito de tantas series: los personajes no se desarrollan atendiendo a modos maniqueos, sino que lo hacen en función de unos intereses personales de los personajes que se imponen a costa de lo que sea, como tantas veces pasa en la realidad. O por decirlo de forma simple: los personajes son buenos y malos al mismo tiempo; esto es, buenos pero malos, o malos pero buenos. Sirva de ejemplo el personaje principal de la extraordinaria Breaking bad, pero podríamos hacerlo extensivo a muchas de las mejores series de los últimos años. Incluído Lester, ese personaje apocado y bonachón de Fargo que llegado el momento puede llegar a ser más malo que el mismo malvado. 

Pero ¿realmente son necesarios tantos capítulos, tantas temporadas, tantas horas de metraje? O mejor, ¿realmente son necesarias tantas horas de narración (40 o 50) para que funcione esa potencialidad expresiva descrita o después de todo responde a una simple cuestión comercial? Bajo mi punto de vista se trata más bien de lo segundo. Acepto sin problemas que la virtud de una buena serie se encuentra en eso que aporta a esa otra forma de narración ya algo periclitada: la profundidad del personaje y la full inmersion a la que te conduce ver 10 horas de forma más o menos consecutiva. Pero también creo que la multiplicación de temporadas no es sino una muestra de desmesura cuyo único fin no puede ser otro que el económico.

Quizá por eso, y después de todo, las mejores fórmulas quizá sean las que son capaces de concentrar todo en, a lo sumo, dos temporadas. O incluso menos. Como Fargo, cuyas temporadas son relativamente independientes, o True detective, o Carnivale. Todo el resto, aún admitiendo sus posibles valores, me parece excesivo y desmesurado. Breaking bad, Mad men, o incluso Los soprano y Louie (dos de las mejores) pudieron mejorar, en tanto que narraciones, con menos capítulos, con menos horas. 
Si atendemos a lo visto durante el año pasado mi conclusión sería clara, y no tanto respecto a las series como al cine en general, pues no dejan de ser todo narraciones audiovisuales de mayor o menor duración: lo mejor de 2015 es una serie francesa de 4 capítulos, Le petit Quinquin un prodigio de serie que le da un baño a tantas series inglesas y americanas realizadas con presupuestos millonarios.  



Juventud (Paolo Sorrentino)

Vejez

En principio nada hay más alejado de la muerte que los jóvenes. Pero si esta afirmación puede dar lugar a dudas, que siempre hay quisquillosos apardalados que se ponen nerviosos ante las generalizaciones, la que sin embargo no parece discutible es esta otra: en principio nada hay más cercano a los viejos que la muerte.

Hay gente que teme a la muerte sin importarle demasiado el asunto del envejecimiento y gente a la que le da más miedo el envejecimiento que la propia muerte. Y gente que no teme a nada. Siendo incapaz de pertenecer a este último grupo sería yo de los que pertenece al primero. Creo firmemente que hay una dignidad en el envejecimiento que permite la serenidad que te niegan los impulsos que se fían al futuro. A pesar de todo. Otra cosa sería desaparecer.

Sin embargo observo que cada vez más gente pertenece al segundo grupo. Gente a la que le deprimen las arrugas, por ejemplo. No tanto las pastillas o las canas cuanto las arrugas. Así, gente que es capaz de cualquier cosa para restringirlas. De cualquier cosa.

La pregunta sería, ¿cuándo puede a una persona empezar a considerársele viejo? Las respuestas admiten variables, pero parecería razonable afirmar que cuando la piel adquiere esa textura que sólo otorga generosamente la propia vejez. O cuando se pierde un centímetro de estatura. O cuando se necesitan 3 pares de gafas con las que no se acaba de ver bien nunca.

Sin duda que Michael Caine y Hervey Keitel son dos viejos en la película que hábilmente ha sido llamada Juventud. Dos viejos que se toman ese estadio de sus vidas de forma distinta. En cualquier caso, ambos con suma dignidad. Porque si algo se infiere de los personajes es lo que podŕiamos aprender de ellos con independencia de innecesarias identificaciones. 
 

Dos viejos que rinden culto a la amistad y se enfrentan a su destino con desiguales actitudes. Juventud es una película sobre los estadios del tiempo del ser y en especial del último. Los protagonistas son dos viejos, pero también está ahí el niño que quiere ser violinista, la adolescente que se comunica con las manos, el joven actor descreído y el matrimonio “mudo”. Aportando, todos ellos, el matiz que los contempla igualmente como futuros viejos, como mortales en definitiva.

Caine no quiere volver a trabajar y se siente liberado por no tener que hacerlo pero, quizá por ello, el tiempo se ralentiza para él de forma poco grata, sin embargo Keitel no puede dejar de trabajar por lo que, quizá por ello, el tiempo pasa por él a gran velocidad, a pesar suyo. Las consecuencias que en ellos producirá su personalidad determinará su futuro, ese futuro que un viejo es siempre anecdótico, minúsculo. 
 
 
Addenda. No tenía previsto ver esta película en el cine, pero una amigo me la recomendó. Mi desinterés provenía de los prejuicios en mí generados por la última película del director, que me pareció extraordinariamente mala por mucho que obtuviera éxitos bastante consensuados. Para mí La gran belleza era una película fatua, pretenciosa y formalmente casi obscena. Mala, en definitiva.

Por otra parte se encontraban las críticas profesionales que Juventud había tenido desde sus inicios, que aunque no eran determinantes en mi decisión, sí que algo sumaban a mis prejuicios. El caso es que la crítica, digamos más intelectual, la había machacado; la misma crítica que curiosamente ensalzó a La gran belleza. Y cuando digo machacado posiblemente me haya quedado corto respecto a lo que fue. Corto al menos en lo que pueda sobre-entender el lector de este texto. La calificación que le puso la revista Caimán, por ejemplo, la situaba como la peor película del año, teniendo por delante incluso muchas intrascendentes películas de acción. Así que sólo hacía falta la llamada de un amigo para que las cosas me cuadraran y emergiera, así, mi deseo de ver Juventud.

Juventud no es una obra maestra, desde luego. Ganaría mucho con unos 40 minutos menos de metraje y le sobra sofisticación, así como escenas demasiado video-cliperas, o escenas fellinianas innecesarias por forzadas. Pero la película es, de todas formas y a pesar de todo, una película inteligente por mesurada, precisa y elegante en todo ese metraje que nos queda. Contiene secuencias memorables y lo que para mí no cabe duda es que sus logros, pocos o muchos (según quién), son muy superiores a cientos de películas que reciben críticas tibias o incluso buenas. Una película que transmite sosiego aun a pesar de los asuntos  peliagudos que trata, con unos actores extraordinarios, incluída, cómo no, la soberbia interpretación de Jane Fonda en su papel secundario.