Breaking bad o Le petit Quinquin
No sería yo
quien negara a las series televisivas su papel hegemónico en el panorama
de la narración audiovisual. Sobre todo si tenemos en cuenta que las
generaciones más jóvenes prácticamente sólo ven eso salvo rarísimas
excepciones y blockbusters aparte.
Pero, ¿qué
tienen las serie que las convierte en un nuevo paradigma narrativo? Pues
tienen la posibilidad de crear personajes casi reales, algo que el cine
convencional no se ha podido permitir nunca del todo (?) por una simple
cuestión de tiempo. Al menos si entramos en terreno comparativo y los
vemos desde los éxitos de la contemporaneidad. Ahora nos parece que en
dos horas no da tiempo más que para generar un boceto de personaje mejor
o peor definido en función de la calidad de guionistas y directores.
En cualquier
caso sabemos que la historia nos ha dejado grandes películas que se
podían alabar, precisamente, por su habilidad a la hora de caracterizar
con precisión ciertos personajes, a veces con unas pequeñas secuencias o
incluso con unos simples planos. Un ejercicio que requería
inteligencia, sensibilidad y conocimeinto del medio. Así que no está del
todo claro que la contención y la síntesis puedan observarse como
elementos deficitarios. Otra cosa sería entrar en las ventajas del
maximalismo. Que las tiene. Y si no en las ventajas sí al menos en sus
potencialidades expresivas.
En una serie
pueden configurarse personajes que evolucionen casi al ritmo en que lo
hacen los propios espectadores, y eso dota a esos personajes de un
realismo inaudito. Debido a los condicionantes impuestos por la
comercialidad de las películas cinematográficas los personajes pueden
cambiar -en dos horas- su personalidad sólo a base de elipsis que a
veces distancian de la credibilidad. No así en las series, que por su
carácter distendido pueden jugar a la imprevisibilidad y sobre todo, al
giro. Sí, al giro.
Así que
volvamos a la pregunta, ¿qué tienen las series televisivas que las
convierte en un nuevo exitoso paradigma narrativo? Pues eso, que se
pueden permitir en la caracterización de los personajes algo que antes
sólo estaba destinado a muy pocos personajes del cine: la ambigüedad; o
diría más: la ambigüedad moral, esa, al parecer, con la que se
identifican tantos millones de espectadores contemporáneos.
En las
narraciones clásicas, salvo muy raras excepciones, los personajes o eran
buenos o eran malos. De hecho en eso se basaba el cine ya no clásico
sino (ya) tradicional. Ahora, y ante la necesidad de estirar una idea
narrativa audiovisual en 20, 30 o 40 horas, surge la necesidad de que
los personajes no aburran al espectador. Y para ello nada mejor, al
parecer, que dotarlos de una ambigüedad que los humanice. Porque, en
efecto, es esa ambigüedad la que consigue esa credibilidad que necesitan
los espectadores que buscan rasgos identificatorios en los personajes,
supongo que para sentirse m´as apoyados. Los seres humanos, lo vemos
diariamente a nuestro alrededor, no son buenos o malos; de hecho, lo
vemos en los telediarios, hasta los malos tienen su corazoncito, no hay
más que recordar la entrevista al panadero donde ese secuestrador de
niños compraba el pan todos los días. Así el panadero, “era un tipo
encantador que siempre tenía una palabra amable con nosotras”, o el de
la vecina de escalera, “era un tipo algo tímido pero sumamente cortés… y
muy pendiente de ayudar en lo que pudiera”. No
haría falta acudir al límite -del asesinato, etc.- para hacernos
entender, bastaría sólo con que un personaje fuera capaz de alternar las
buenas acciones con las malas. Ahí ya podríamos tener la base de una
serie con posibilidades de éxito. La doble moral está de moda, lo
siento.
Pues bien,
ahí radica el éxito de tantas series: los personajes no se desarrollan
atendiendo a modos maniqueos, sino que lo hacen en función de unos
intereses personales de los personajes que se imponen a costa de lo que
sea, como tantas veces pasa en la realidad. O por decirlo de forma
simple: los personajes son buenos y malos al mismo tiempo; esto es,
buenos pero malos, o malos pero buenos. Sirva de ejemplo el personaje
principal de la extraordinaria Breaking bad,
pero podríamos hacerlo extensivo a muchas de las mejores series de los
últimos años. Incluído Lester, ese personaje apocado y bonachón de Fargo que llegado el momento puede llegar a ser más malo que el mismo malvado.
Pero
¿realmente son necesarios tantos capítulos, tantas temporadas, tantas
horas de metraje? O mejor, ¿realmente son necesarias tantas horas de
narración (40 o 50) para que funcione esa potencialidad expresiva
descrita o después de todo responde a una simple cuestión comercial?
Bajo mi punto de vista se trata más bien de lo segundo. Acepto sin
problemas que la virtud de una buena serie se encuentra en eso que
aporta a esa otra forma de narración ya algo periclitada: la profundidad
del personaje y la full inmersion
a la que te conduce ver 10 horas de forma más o menos consecutiva. Pero
también creo que la multiplicación de temporadas no es sino una muestra de
desmesura cuyo único fin no puede ser otro que el económico.
Quizá por
eso, y después de todo, las mejores fórmulas quizá sean las que son
capaces de concentrar todo en, a lo sumo, dos temporadas. O incluso
menos. Como Fargo, cuyas temporadas son relativamente independientes, o True detective, o Carnivale. Todo el resto, aún admitiendo sus posibles valores, me parece excesivo y desmesurado. Breaking bad, Mad men, o incluso Los soprano y Louie (dos de las mejores) pudieron mejorar, en tanto que narraciones, con menos capítulos, con menos horas.
Si atendemos
a lo visto durante el año pasado mi conclusión sería clara, y no tanto
respecto a las series como al cine en general, pues no dejan de ser todo
narraciones audiovisuales de mayor o menor duración: lo mejor de 2015 es
una serie francesa de 4 capítulos, Le petit Quinquin un prodigio de serie que le da un baño a tantas series inglesas y americanas realizadas con presupuestos millonarios.