Páginas

viernes, 13 de noviembre de 2015

Moholland Drive (o De espectadores anonadados ante una realidad engañosa)



“¡No hay banda!”, gritaba aquel maestro de ceremonias en Moholland Drive para convencernos de que detrás de una cantante que nos conmueve no hay realmente nada. La mujer que canta y que con su canción logra emocionar a las protagonistas se desmaya a mitad canción y sin embargo la música y la voz continúan. Detrás de la cantante se encontraba, pues, lo que sostenía el simulacro, un simulacro del que ella era partícipe. Un play back que no hacía otra cosa que sustituir a una Realidad desprestigiada por su obsolescencia anunciada (ahora que todo es virtual). Pero ¡no hay banda! no significa que no haya realmente NADA, sino simplemente que es la banda lo que falta (en la experiencia del espectáculo).

En cualquier caso, es cierto, sin banda se desmorona la posibilidad razonable del sentimiento profundo. Como queda demostrado ante la perplejidad de las protagonistas, que no saben qué sentir una vez se descubre la trampa… el engaño, el fraude. Era la experiencia de una realidad verdadera (una cantante ante el micrófono) lo que unía en el sentimiento a las protagonistas; no la experiencia de una realidad verosímil (play back), sino la experiencia supuestamente real del directo. Lo que queda una vez desvelada la farsa es, precisamente, un vacío que pone en cuestión la propia experiencia. Justo antes del desvelamiento de la farsa las emociones experimentadas por las protagonistas tenían incluso una lógica. Estaban emocionadas ante la sentida interpretación de la cantante. Pero como sabemos no era la mujer quien cantaba con ese sentimiento que provocaba la emoción de las protagonistas, era simplemente una banda sonora. Una banda sonora que sustituía a la banda… que no había.


Ante el shock que supone el desvelamiento de la verdad que les niega la autenticidad (lógica) del sentimiento, ¿qué hacer?, ¿cómo responder ante la extraña nada que les queda?, ¿cómo reaccionar después de conocer la falsedad de la causa que ha provocado sus emociones? Esa es la cuestión: qué hacer. ¿Puede sostenerse el sentimiento profundo? O mejor, ¿puede ser profundo el sentimiento una vez descubierta la falsedad de lo que lo ha provocado? O yendo más lejos aún, ¿puede haber ya distinción entre causas nobles y causas subsidiarias cuando hablamos de sentimientos provocados por esas causas? ¿Son las subsidiarias menos legítimas? Suponiendo que no se trate de una cuestión de legitimidad, ¿podrían denominarse y entenderse como emociones de segundo grado aquellas que provinieran de cierta virtualidad (simulacro)? ¿Acaso no existe un componente frustrante en despertar de un sueño en el que estábamos viviendo una experiencia ideal?

Si la cantante se desmaya carece de sentido seguir viendo (nada) y escuchando (la banda sonora), pues era la asociación de Realidad y Verdad lo que provocaba el sentimiento profundo. Nada hay que sentir cuando el efecto en ellas producido YA NO se corresponde con una causa coherente; nada es lo que puede sustentar ya el sentimiento profundo –por ellas expresado-, pues fue provocado por un simulacro, un engaño. Un engaño, pues, que no lo es tanto debido a la causa en sí misma –el play back-  como la desconexión entre ella y su efecto. Es decir, lo que convierte el desconcierto en engaño no se sitúa tanto en el descubrir la falsedad de la causa  cuanto en hacer emerger la duda respecto a las emociones devenidas de esa falsedad.


“¡No hay banda!”, como enérgica interjección: con el cierto enfado necesario que constata aquello que todo el mundo debería saber: que no hay banda. “¡No hay banda!”, les dice a los espectadores el maestro de ceremonias con un tono de advertencia, pero también amonestador y recriminatorio. Así, la interjección preventiva se convierte en una riña imperativa dirigida a los incautos (que confunden la realidad con el sueño) y a los prepotentes (que aseguran que la realidad es sólo un constructo lingüístico y cultural).

En efecto: a los incautos les dice (enfadado) que “¡no hay banda!”, y que ciertamente la realidad les engaña con sus trucos, esos trucos que inducen a la debilidad y a la confusión desestabilizadora Y el maestro de ceremonias lleva razón al enfadarse con los incautos, pues la confusión que produce la indiferenciación de realidades (verdadera/virtual) es la que lleva a la protagonista al desastre total. Y a los prepotentes les dice (en tono recriminatorio) que “¡no hay banda!”, esto es, que lo que NO hay es, sólo, una banda, aunque sí una mujer, un escenario, un micro y la música. Así, el maestro de ceremonias lleva razón en mostrarse categórico y enfadado en su aserto, pues el hecho de señalar el simulacro no elimina la realidad misma, la que además acaba siempre por imponerse a cualquier ilusión. La realidad podría ser, en efecto, el producto de un constructo lingüístico, pero si no mides bien las distancias puedes abrirte la cabeza con una cornisa o con un saliente.


¿Qué hacer, entonces? De hecho, la emergencia de lo real –en este caso el shock imprevisible producido por la desconexión entre causa y efecto- cortocircuita el estado emocional de las protagonistas y aboca a una de ellas al suicidio. Me preguntaba más arriba ¿podrían denominarse y entenderse como emociones de segundo grado aquellas que provinieran de cierta virtualidad (simulacro)? ¿Acaso no existe un componente frustrante en despertar de un sueño en el que estábamos viviendo una experiencia Ideal? ¿No es la frustración un estado vital inconveniente?

No hay comentarios:

Publicar un comentario