“¡No
hay banda!”, gritaba aquel maestro de ceremonias en Moholland Drive para convencernos de que detrás de una cantante que
nos conmueve no hay realmente nada. La mujer que canta y que con su canción
logra emocionar a las protagonistas se desmaya a mitad canción y sin embargo la
música y la voz continúan. Detrás de
la cantante se encontraba, pues, lo que sostenía el simulacro, un simulacro del
que ella era partícipe. Un play back
que no hacía otra cosa que sustituir a una Realidad desprestigiada por su
obsolescencia anunciada (ahora que todo es virtual). Pero ¡no hay banda! no significa que no haya realmente NADA, sino
simplemente que es la banda lo que falta (en la experiencia del espectáculo).
En
cualquier caso, es cierto, sin banda se desmorona la posibilidad razonable del
sentimiento profundo. Como queda demostrado ante la perplejidad de las
protagonistas, que no saben qué sentir una vez se descubre la trampa… el
engaño, el fraude. Era la experiencia de una realidad verdadera (una cantante
ante el micrófono) lo que unía en el sentimiento a las protagonistas; no la
experiencia de una realidad verosímil (play
back), sino la experiencia supuestamente real del directo. Lo que queda una
vez desvelada la farsa es, precisamente, un vacío que pone en cuestión la
propia experiencia. Justo antes del desvelamiento de la farsa las emociones
experimentadas por las protagonistas tenían incluso una lógica. Estaban
emocionadas ante la sentida interpretación de la cantante. Pero como sabemos no
era la mujer quien cantaba con ese sentimiento que provocaba la emoción de las
protagonistas, era simplemente una banda
sonora. Una banda sonora que
sustituía a la banda… que no había.
Ante
el shock que supone el desvelamiento
de la verdad que les niega la autenticidad (lógica)
del sentimiento, ¿qué hacer?, ¿cómo responder ante la extraña nada que les
queda?, ¿cómo reaccionar después de conocer la falsedad de la causa que ha
provocado sus emociones? Esa es la cuestión: qué hacer. ¿Puede sostenerse el
sentimiento profundo? O mejor, ¿puede ser profundo el sentimiento una vez
descubierta la falsedad de lo que lo ha provocado? O yendo más lejos aún,
¿puede haber ya distinción entre causas nobles y causas subsidiarias cuando
hablamos de sentimientos provocados por esas causas? ¿Son las subsidiarias
menos legítimas? Suponiendo que no se trate de una cuestión de legitimidad,
¿podrían denominarse y entenderse como emociones de segundo grado aquellas que
provinieran de cierta virtualidad (simulacro)? ¿Acaso no existe un componente
frustrante en despertar de un sueño en el que estábamos viviendo una
experiencia ideal?
Si la
cantante se desmaya carece de sentido seguir viendo (nada) y escuchando (la banda sonora), pues era la asociación de
Realidad y Verdad lo que provocaba el sentimiento profundo. Nada hay que sentir
cuando el efecto en ellas producido YA NO se corresponde con una causa
coherente; nada es lo que puede sustentar ya el sentimiento profundo –por ellas
expresado-, pues fue provocado por un simulacro, un engaño. Un engaño, pues,
que no lo es tanto debido a la causa en sí misma –el play back- como la
desconexión entre ella y su efecto. Es decir, lo que convierte el desconcierto
en engaño no se sitúa tanto en el descubrir la falsedad de la causa cuanto en hacer emerger la duda respecto a
las emociones devenidas de esa falsedad.
“¡No
hay banda!”, como enérgica interjección: con el cierto enfado necesario que
constata aquello que todo el mundo debería saber: que no hay banda. “¡No hay
banda!”, les dice a los espectadores el maestro de ceremonias con un tono de
advertencia, pero también amonestador y recriminatorio. Así, la interjección
preventiva se convierte en una riña imperativa dirigida a los incautos (que confunden
la realidad con el sueño) y a los prepotentes (que aseguran que la realidad es
sólo un constructo lingüístico y cultural).
En efecto: a los incautos les dice (enfadado) que “¡no hay
banda!”, y que ciertamente la realidad les engaña con sus trucos, esos trucos
que inducen a la debilidad y a la confusión desestabilizadora Y el maestro de
ceremonias lleva razón al enfadarse con los incautos, pues la confusión que
produce la indiferenciación de realidades
(verdadera/virtual) es la que lleva a la protagonista al desastre total. Y a
los prepotentes les dice (en tono recriminatorio) que “¡no hay banda!”, esto
es, que lo que NO hay es, sólo, una banda, aunque sí una mujer, un escenario,
un micro y la música. Así, el maestro de ceremonias lleva razón en mostrarse
categórico y enfadado en su aserto, pues el hecho de señalar el simulacro no
elimina la realidad misma, la que además acaba siempre por imponerse a
cualquier ilusión. La realidad podría ser, en efecto, el producto de un
constructo lingüístico, pero si no mides bien las distancias puedes abrirte la
cabeza con una cornisa o con un saliente.
¿Qué
hacer, entonces? De hecho, la emergencia de lo real –en este caso el shock
imprevisible producido por la desconexión entre causa y efecto- cortocircuita
el estado emocional de las protagonistas y aboca a una de ellas al suicidio. Me
preguntaba más arriba ¿podrían denominarse y entenderse como emociones de
segundo grado aquellas que provinieran de cierta virtualidad (simulacro)?
¿Acaso no existe un componente frustrante en despertar de un sueño en el que
estábamos viviendo una experiencia Ideal? ¿No es la frustración un estado vital
inconveniente?
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