Un caballo
viejo y famélico arrastra al paso un carruaje a través de un camino
polvoriento y árido. Lo guía un hombre mayor que debe hacerlo luchando
con unas adversas condiciones meteorológicas de frío y viento.
Estos son los únicos ingredientes del largo plano secuencia que da comienzo a The Turin Horse.
Toda una declaración de intenciones que sitúa al espectador en su justo
lugar, que no podrá ser otro que aquel que lo ha predispuesto a aceptar
unas concretas formas narrativas. Así, y después de esa larga
secuencia, no habrá espectador desprevenido, ni habrá espectador situado
en el lugar equivocado.
Viento y
frío como síntomas de un fin inevitable, necesario. O como signos
probables de un fin sin finalidad. Pero, ¿es en realidad posible un fin
sin finalidad? ¿O precisamente se trata de la única posibilidad con
sentido? ¿Tiene acaso sentido "nuestra" existencia? ¿Qué relación de
sentido vincula la existencia con una finalidad? ¿Qué puede tener que
ver con todo esto la predestinación, sobre todo si admitimos, ya que la
Ciencia lo dice, que nada es eterno?
Pocas
películas conducen al espectador con tanta claridad por vericuetos
mayéuticos tan productivos y sobre todo emocionantes. Y si para ello
deben incumplirse las normas básicas que dicta la "buena" escritura
cinematográfica, pues se incumplen. Todo son preguntas sin respuestas en
esta película donde parece no pasar nada mientras va pasando de todo.
Precisamente porque la táctica consiste, como en el mejor cine de los
últimos tiempos, en depositar sobre la mente del espectador la
responsabilidad última de la misma creación de la película.
Dos son los
personajes que llevan el absoluto peso interpretativo de unas secuencias
sin apenas trama y diálogo alguno. Dos personajes de los que nada
sabemos (caracterizados sólo por sus gestos), ni falta que hace, porque
como digo deberán ser construidos por el espectador en un ejercicio de
creación voluntarioso y constante. En este caso un hombre manco y su
hija conviviendo en una casa en medio de la ruidosa nada.
No sabemos
de qué viven, no sabemos lo que piensan, no sabemos lo que sienten, sólo
sabemos lo que vemos que hacen. ¡No lo que hacen!, sino lo que vemos
que hacen. Pero, ¿por qué? Ésa es la pregunta que uno se hace de forma
implícita durante todo el visionado. ¿Quienes son? ¿Qué son? ¿Cuál es la
finalidad de esos personajes? ¿Cuál su sentido dentro de lo que serían
sus propias experiencias vitales? No lo sabemos porque nada sabemos de
ellos más allá de lo que podamos deducir de sus gestos. Sólo nos es dado
conocer a los espectadores la causa que ha impulsado a su director a
realizar esta parsimoniosa película de trama indefinida y extremadamente
triste.
Esa causa que nos es contada en off al comienzo mismo de la película justo antes de la esa secuencia inicial mencionada: Cuentan
que paseando Nietzsche un día por su ciudad se cruzó con un carruaje
parado en medio de la calle debido a la determinante negación del
caballo a avanzar. Vió entonces cómo su dueño y guía comenzaba a
atizarle fuertemente con una fusta y no pudo soportarlo; se abalanzó
sobre el caballo y lo abrazó entre sollozos incontenibles. Volvió a su
casa y se mantuvo ensimismado el periodo de tiempo que precedió a su
conocida enajenación.
También es
ese famélico caballo que da comienzo a la película quien muestra los
primeros signos de la debacle universal que a la humanidad le espera.
Una debacle que "se ve venir". Es el caballo que se niega a seguir
arrastrando el carro el segundo día de los cinco en que se divide la
narración del film. Ese caballo famélico y cansado que viene cumpliendo
con su misión día tras día desde hace hace tantos y tantos años. Tantos y
tantos años en los que un hombre y su hija llevan repitiendo los mismos
gestos. Gestos como hábitos. Hábitos automatizados que sólo expresan
supervivencia.
El caballo de Turin
es, en este sentido, un conjunto de variaciones que se corresponden con
el hábito de sobrevivir. No existe la posibilidad de un hábito que
pueda ser anecdótico y por tanto prescindible en una vida que se rige
por lo esencial. Ni siquiera esa necesidad de sentarse ante la ventana
para mirar a un exterior árido e inhóspito deja de ser un hábito
necesario, esencial. Como lo es el rito de sentarse a comer sin
cubiertos, aunque sean unas simples patatas hervidas. Todos los días,
siempre lo mismo y sólo eso. Como lo es la necesidad de vestirse con
todas aquellas capas de ropa que son necesarias para combatir el frío
desolador y el viento apocalíptico. Como lo es la necesidad de alimentar
el fuego con con una madera cada vez más escasa. Como lo es la
necesidad de acopiar agua para la cocina y la higiene. Todos los días,
siempre lo mismo y sólo eso. Todos los días siempre lo mismo y sólo eso.
Hábitos
rutinarios que nos son mostrados con la distancia que adopta una mirada
que huye de fáciles complicidades y que rechaza cualquier posibilidad
empática. Parece claro que Tarr cree firmemente en el porvenir de lo
terrible, como bien queda claro en las premonitorias palabras de ese
extraño personaje cuya incontinencia verbal contrasta con la apatía
nihilista de los dos protagonistas. Tampoco sabemos nada del significado
de esa intromisión apabullante e histriónica, pero el discurso de ese
tercer personaje no ofrece duda alguna: el mundo es incapaz de
sostenerse por más tiempo. Si orden es disposición racional coforme a razón, el caos
es indisposición absoluta conforme a la más pura irracionalidad. El
camino más "vivo" hacia la nada. Y no se puede polemizar con la nada. En
realidad nada se puede hacer con la nada. El caballo lo sabe y por eso a
partir del segundo día decide no comer.
Cuando la
mujer descubre que ya no tienen agua -porque el pozo se ha quedado seco
de un día para otro- el hombre sabe que sólo les queda una opción de
supervivencia: huir, "Trae la carretilla", le dice a su hija. Así que
por primera vez en la película observamos gestos en los protagonistas
que sabemos son nuevos para ellos. Empaquetan sus enseres, los calzan
sobre la carretilla, atan por detrás al famélico caballo (que decidió ya
que jamás tiraría de ninguna carreta o carretilla) y avanzan con
dificultad arrastrando ambos esa carretilla/casa entre el polvo y la
hojarasca producida por un persistente viento desolador.
Viento y
frío -decíamos- como síntomas de un fin inevitable, necesario. O como
signos probables de un fin sin finalidad. Pues bien: viento y frío como
síntomas del fin del mundo. No habrá alivio en la invención verbal. No
hay solución: de la misma forma en la que cargaron la carretilla ahora
tienen que descargarla. En esa misma casa en la que no quedaba agua.
Marchitos y exangües no pueden reaccionar frente a la fatalidad.
Si todas las películas tienen un fin ésta lo tiene en el doble sentido del término. Si todas tienen un final (Fin) y una finalidad (fin), la finalidad de The Turin horse es contarnos el mismo Fin. El Fin de verdad. "¿Qué es esta oscuridad?" le dice la mujer a su padre. Pero ya no hay nada que hacer, a los candiles no les basta el aceite para cumplir su función, también ellos han decidido no seguir iluminando nada. Para que la nada sea real, para que lo real se quede en NADA. Una película de una tristeza infinita, una película de una belleza sobrecogedora y conmovedora. El Fin, el final. Como decía Cioran "la muerte es demasiado exacta, todas las razones están de su lado". Una de las mejores películas de los últimos tiempos junto con Érase una vez en Anatolia (Nuri Bilge Ceylan). Pero mis lectores lo saben: no las recomiendo.
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